lunes, 9 de marzo de 2015

Cuento

Duerme el pincel postrado sobre la curva de un balde de la familia de cualquier lata de pintura ya usada, porque en este oficio nada se desecha. El pincel algo añejo, pero siempre con los mismos ánimos, recubierto de entusiasmos que salen del buen trabajo de mis manos. Por suerte he podido invertir en un rodillo este mes. Los que tenía son de un suave y envidiable cabello, pero parecieran haberse encontrado con algún tipo de electricidad, debido a su estático peinado. Ya no puedo continuar con mi optimismo respecto de su uso, pero sí, mi trabajo va a ser menos laborioso y más entretenido con el nuevo. Mi oficio comparte horarios de arranque con el diariero o el panadero, dado que solo se puede pintar a la mañana y ésta debe ser aprovechada al máximo.  Porque el amanecer tiene los ingredientes del atardecer, los cuales tienen más fama por su corta duración que por su hermosura. Su contemplación me es mucho más provechosa, dado que es mi ocio.
Me levanto de la cama a los chupetazos del escuincle, un pichicho de por aquellas calles que un día me decidió contentar con su compañía. El desayuno es de lo más abundante, porque hoy trabajo solo y nadie me va a cebar un mate. Mi compañero anda con alguna cólera maldita que lo ha dejado fuera de la ruta laboral. Yo no me quejo, simplemente hay que arrancar a lo de los Tapia, que se hicieron un lindo rancho y se los voy a dejar más lindo aún. Antes de irme tengo siempre el sonido rasante de las uñas del escuincle pidiendo a gritos un poco de libertad. Así que abro la puerta de casa, luego la reja y ahí  lo tienen: el can sale disparado por el barrio, loco por conocer nuevas amistades, por intercambiar pensamientos con los viejos conocidos y aventurarse con el espíritu que tiene, o que es él.
Ojalá hayan entendido los Tapia que si ellos no están, sus hijos me tienen que abrir la puerta. A esa hora duermen y no siempre está la certeza de que el picaporte chille y yo haga mi trabajo. El Peugeot 504 que me espera, aunque mucho mimo no le he hecho, siempre es fiel a la regla de que el trabajo nos da de comer a los dos. Así que no me puede fallar. En lo de los Tapia es normal tocar 4 o 5 veces el timbre, ya que los pibes duermen mientras los padres están trabajando, y de esa comunicación es de lo que menos me fío. Ellos se mudaron sin pintar porque vendieron rápido su otro hogar. Por suerte, aparte del timbre, suenan dos cornetas chillonas desde dentro de la casa. Claro, es que los Tapia son burgueses altaneros, y tienen dos Chihuahua que son lo más parecido al sentido más literal que se le pueda encontrar a la palabra insoportable. Pero en este caso, esas ratas de laboratorio me están dando una mano.
Se escuchó una zapatilla que voló y golpeó primero a una de las ratas que chilló aún mas, y después golpeó en la puerta de madera. Un avance. Aproveché la situación para tocar tres veces consecutivas el timbre, una vez atrás de la otra. Con éstos tres, ya van nueve timbrazos. Hubo un silencio, breve, pero absoluto, en el cual se escuchó un "Dios, ¿Por qué?, ¿Por qué?". Las suplicas con menos sentido que había escuchado en mi vida, aún siendo ateo, pero sacando eso de tema, la cuestión es si pudieran ver la vida sacrificada de éste par de giles, de los cuales uno todavía no se inmuta. No tengo dudas de que se viven quejando, siempre tuvieron lo que quisieron, aunque no los conozco desde "siempre" y sé que me estoy topando con un prejuicio, pero nada más que esa producción puede salir de mis pensamientos, cumpliéndose así, los 34 minutos de espera y de pérdida de aprovechamiento laboral. Ya no más. Sonido de llaves en cerradura. Muy tosca manera de abrir una puerta. El que me recibe es Kevin:
-Hola, pasá.
Lo miro y explico:
-Bueno, gracias. Vas a tener que dejar abierto un rato para que baje todo.
Kevin, cabizbajo, refregándose los ojos y tapándose del sol:
-No, dejá abierto, manejate tranqui-. Kevin esquiva esquinas y se pierde por algún pasillo de la casa.
La peor parte de mi trabajo parece haber sido superada. La escalera siempre está a mano y solo resta dejar de quejarme. Como necesito una distracción mental al mismo tiempo en que ejerzo con riguroso profesionalismo esta actividad, me traje una pequeña radio Noblex, a pilas, donde pongo unas músicas que suben mi autoestima de manera que mi trabajo fluya casi como un arte y no como una pesadumbre.
Mis pinceles dejaron de pintar y están bailando, mi voz es el teclado de Pablo Lescano, y mis pies derrochan simpatía. La radio frasea: "tengo el corazón... partido en mil pedazos", y mientras pinto estas paredes perfectamente lisas, muy lejos de estar agrietadas, recuerdo a la Juana, sin caer demasiado en el letargo, sino elevando mi respeto ante las vivencias que me tocaron y marcaron, como un cúmulo de buenos momentos.
El avance de mi quehacer se va denotando con el contraste entre el cimiento y el color desierto, que es el elegido en este caso. El progreso es disfrute y vengo con un ritmo que es digno de haber tomado envión, aunque eso no haya ocurrido. El simbolismo del bajo perfil burgués o la discreción son de las cosas que más importan a la hora de elegir un color para pintar tu casa. Pasa lo mismo con casi todo lo que nos caracteriza. como la ropa por ejemplo, o la marca de cigarrillos que fumamos. Entrar en un circuito de intereses, no más que eso.
Ya son las 10, y estoy en la mitad de mi trabajo. El frente ha quedado bien, lo que sigue son las paredes que dan a la habitación de los mamertos éstos. No pienso cambiar mis actitudes. El volumen de la radio no se toca. Siempre voy migrando, pero en las estaciones que me ha tocado parar, no he tenido que pagar peaje todavía. Las murmuraciones son ya predecibles. Creo que esta parte estaba cantada. El crujido de las camas, hace que palpe casi el incómodo sentir de los giles. Ya no duermen. A veces pienso que lo espero, y que estoy preparado para que demuestren toda su rabia de propietarios de casa. En este sentido parecería una provocación realizar mi labor acompañado por música, pero aseguro que es una terapia de aquellas, tal como cortar el pasto o lavar los platos con ritmos que me divaguen en otro pensamiento que no sea el de la ejecución misma. Y ya... tres golpes al vidrio de la ventana, pero con la cortina de por medio, así que no fue hiriente. Dos más. Yo inmutable. Se abre la cortina, y se despeja una cabeza de forro, un clásico forro, sí. Él mira con un "qué haces" y con su mano hace un gesto totalmente repudiable, el típico "yo mando, y bajá la música". Lo insignificante de las jerarquías humanas, es que estén necesariamente basadas en cuestiones económicas. No quiero decir que no me importe la plata, simplemente hablo del valor y del énfasis que le pone cada persona a las palabras, desnudando una psiquis comida por un montón de materialismo y propaganda de consumo. Las canchereadas, qué más.
Santiago:
-Yo, a este lo mato.
¿Escuché  realmente eso? Éste cinismo que están escupiendo, ¿es mi pensar de sus personas, o realmente se están enfrentando conmigo? Voy a esperar para tener pruebas, mi reacción sólo va a ser transformada siempre y cuando existan hechos concretos, no dudas. Pero que estoy entrando en tensión, no hay dudas. Unos pasos apurados se acercan, la puerta se abre y al mismo ritmo se dirigen hacia mí. Cuando cruza la esquina veo que es Santiago. A toda velocidad y con un palo de escoba, hervido de furia, comienza a pegarle a los primeros escalones de la escalera en la cual estoy subido. Controlé mi quietud, porque no había nada más que hacer. Santiago se echa a reír, tira el palo de escoba y se vuelve a la habitación, calculo yo. O a cualquier otro lugar dentro de la casa. Qué mocoso insolente. Están jugando conmigo. Se están divirtiendo. Unas carcajadas lo confirman. Y un "puto" después de las carcajadas enmarcan sus personalidades banales. Los que vienen llegando ahora son los Chihuahua, porque los pibes dejaron la puerta entreabierta en el acto de comedia absurda que acaba de pasar. Como era de pensar, se situaron justo debajo de mí, con dos patas sobre el césped y las otras dos sobre el primer escalón de la escalera, tirando una suerte de parodia al mordisco mientras alardean. Ya era todo un poco burdo. Ahora a los teclados de las canciones se unían estas voces tan particulares y no formaban una armonía, claro está. El ruido que tanto molestaba a los parásitos se había intensificado. Yo por suerte estaba (o insistía en estar) en una pequeña burbuja de actos que tienen que ser concluidos para ver al escuincle y disipar mi ira en un paseo barrial. Pero el hilo dramático en el cual me encontraba no había cesado, sino que pintaba para progresar, aún mas. Pasos. Con lo más nublado de mi campo nítido visual, alcanzo a ver a Kevin, que siempre me ha parecido el mas rescatado. Viene con una actitud extra situacional, como si no estuviese yo. Camina con ritmo, pero con molestias de recién levantado. A tres pasos de los perros y mi escalera, decide cambiar el ritmo y homenajear a algún lateral izquierdo fulminante del fútbol brasilero, ejecutando una patada a los perros, que si son precavidos no deberían olvidársela jamás. Los perros volaron en los dos sentidos. Kevin pone las manos sobre la escalera y la mueve rápidamente provocando un desequilibrio en mí, pero por alguna razón no me caí, sino que mis pies estuvieron firmes como en las olas de San Clemente del  Tuyú cuando era pequeño. Mi padre me recordaba un ratito antes de sumergirme en el mar: “no tenés que ser fuerte, sino sentirte fuerte”. Aplicable a absolutamente todo.
Luego del sismo programado, Kevin me recuerda:
-Bajá la música porque necesitamos dormir, ¿o no te das cuenta?
Fueron pocos los segundos en los cuales se comunicó, y mi mirada se posó en toda su estupidez resaltando un odio que no tenía que ser transcripto. Kevin dio media vuelta y volvió a su base. Antes de que desaparezca en la esquina le recordé que estaba trabajando y que bajaría la música si me lo pedía bien. A esto no contestó, ni se mosquió.
Tengo sed. Ya quisiera terminar las dos horas de trabajo que me quedan, pero necesito agua. Voy hacia la puerta principal, y aunque estaba entreabierta, golpeé con tres noc, noc. Santiago abre la puerta y dice:
-¿Qué querés?
A eso le contesto:
-¿Me darías un vaso de agua?.
Santiago, mientras cierra la puerta:
-Ahí te traigo.
Bien. Espero tranquilo, muevo un poco la punta del pie para garantizar  el paso del tiempo. La puerta se abre bruscamente y logro ver apenas un poco a Kevin con un balde de agua corriendo y expulsando todo el contenido sobre mí. Luego, Santiago me dio unos palmazos en el cachete como si yo fuera la figura de niño insolente y dijo:
-No sabés con quien te metiste forro, así que ya sabes, si venís a pintar acá, no te metés con mis ganas de dormir, negro pajero.
Un surtido de imágenes de todo mi curriculum como albañil y pintor pasó por mi cabeza. Claro, eso fue medio segundo. Cumplido el segundo entero, agarré del cuello a Santiago y lo puse contra una pared. Kevin embistió contra mí. Con un codazo que entró totalmente seco, le rompí la mandíbula a Kevin y empecé a darle piñas directas en la cara a Santiago, que más bien era un pequeño pibe al que le habían robado su juguete. Mientras Kevin se agarraba la cara del dolor, Santiago ya estaba entregado a mis manos. Claro está  que no me importaba nada ya, así que procedí a atar a una silla a Santiago. Kevin estaba muy débil y no tuve problemas en hacer lo mismo. Mientras los dos maricas lloraban en la silla, yo comencé mis habladurías y dije:
-Las vueltas de la vida... está claro que yo estoy en un problema por esto, soy mayor, le pegué a dos giles, pero como ustedes querían que entre en su juego, decidí no ser la voz que calla y viaja hasta su casa lamentando no haber hecho esto que hice.
Santiago contestó:
-Dale negro de mierda, llamá a una ambulancia, ¿no ves lo que le hiciste?.
Busqué  entre mis cosas la cinta con la cual los había encastrado en la silla, y los hice callar de la forma más autoritaria posible. Los encinté. Continué:
-Creo que están perdiendo el tiempo si piensan que no los voy a matar.
A lo que ellos largaron alaridos más o igual de chillones que los perritos, que ya estaban callados hacía rato después de la patada. Cerré todas las ventanas de la casa, todas las puertas también, y abrí las hornallas de gas, al máximo. Agarré una hoja y pensando en que los primeros en llegar serían los padres, escribí: "Esta es nuestra consecuencia, que también es la de ustedes". El papel quedó como un decoro en la falda de Santiago. En el llavero estaban las llaves, así que me insistí en cerrar todas las puertas por si alguno de los dos tenía la suerte de sacarse la cinta. La escalera quedó donde estaba, pero mi radio Noblex la puse en el bolso junto con todas mis herramientas de trabajo. Guardé todo en el auto. Encendí el motor. Ya en el quinto semáforo, a unos 20 km de la casa, me crucé con los Tapia, que venían en otro auto. Me vieron. Los vi. Los saludé con la palma de la mano y dije:

-Les dejé  una nota.

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