Tengo la
incomodidad de sentir que el piso que toco, no es la tierra firme que me
acostumbra la mañana cuando recién levantado despliego mis pies sobre la calma de mi habitación. Esa falta de existencia que sufro, mas bien es la
sensación que me aliena de la sobriedad con la que actúa lo terrenal sobre el pie. Entonces palpo y convierto todo esto en una relación
de dependencia e inseguridad al artefacto que me traslada (éste maldito avión).
Porque si nuestro impulso fuese fuerza suficiente como para nadar en el aire y
contenernos premeditadamente, toda inclemencia se volvería un desafío
asumido. No un susto. ¿De dónde me agarro? ¿Qué materia puede brindarme
confianza? Ninguna. Produzco en el desespero una reciprocidad de energías humanas que las fuerzo a unir. Estas se mezclan entre mi impulso y el "otro" buscado, y se asumen desde la empatía como medio unificador de un deseo como mínimo esperanzador u optimista. Es decir, busco una
palabra mayor. Un dogma que establezca una revolución en mi supuesto para
añorar una paciencia. Para sentirla y disfrutarla el tiempo que se pueda. Que por
lo general es poco. Porque... sigo en este avión.
martes, 7 de marzo de 2017
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