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Me
remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada,
capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero
su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o
luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada,
en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces,
por mis necesidades, el dios creador tomaba la figura de un hombre, que no
podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un
anciano de melena y barba blancas, sentado en una roca, que contemplaba con
cansancio el universo mudo.
Sus
cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su
soledad era atroz. Aciaga.
Como un
dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que éste los creara.
Creó
entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los
gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua
de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta cólera que la soledad
había puesto en su corazón.
Después
realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.
Pero el
dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al
primero y no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos
impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al
hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus
miradas enternecidas de padre.
El dios
quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí
mismos o por obra del hombre; mas no eliminó los males y desde entonces, para
manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros
dioses advenedizos le ayudaban.
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